16 de febrero de 2025
VI Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 6, 17.20-26
El pasaje evangélico de este sexto domingo del Tiempo Ordinario (Lc 6,17.20-26) relata las palabras de Jesús sobre las Bienaventuranzas.
El evangelista sitúa este discurso en un lugar llano, o, mejor dicho, en un lugar donde Jesús desciende (Lc 6,17). Estaba en la montaña, donde oró y donde eligió y llamó a sus discípulos (Lc 6,12). Ahora desciende y se detiene en la llanura, donde se encuentra con una gran multitud que le espera.
Se trata en su mayoría de gente pobre: enfermos, hambrientos, endemoniados. Personas heridas por la vida (Lc 6,18-19).
Lo primero que hace Jesús no es curarlos, no es ayudarlos, sino descender en medio de ellos y detenerse. Jesús no viene en primer lugar a cambiar la vida de las personas resolviendo problemas, curándolos a todos siempre. Él desciende y se queda entre ellos, se convierte en uno de ellos.
Jesús desciende, se detiene y luego comienza a curarlos. En definitiva, no comienza con su obra taumatúrgica, con la que les libera de diversas enfermedades, sino con una Palabra capaz de darles una nueva mirada a sus propias vidas.
Esta nueva mirada se recoge en cuatro bienaventuranzas y cuatro «ay» correspondientes: bienaventurados los pobres, bienaventurados los que pasan hambre, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que son odiados (Lc 6,20-22). Y, paralelamente, ay de vosotros los ricos, ay de vosotros los saciados, ay de vosotros los que reís, ay de vosotros cuando todos hablen bien de vosotros (Lc 6,24-26).
En la Biblia sólo hay una gran bienaventuranza que resume todas las innumerables bienaventuranzas que están dispersas a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento: la de conocer al Señor.
Esta es nuestra vocación, nuestra mayor alegría: conocerlo. Esta es nuestra bienaventuranza.
Jesús ve en estas personas que tiene delante a los primeros destinatarios de esta promesa de alegría, ve a personas puestas en la condición de conocer a Dios. Llegarán a conocerle, no porque Él vaya a cambiar su suerte para mejor, sino por el simple hecho de que Él ha descendido entre ellos; porque Él, descendiendo a lo más profundo de la humanidad, los ha encontrado esperándole, con su deseo de escucharle y de dejarse salvar. Y allí se detuvo.
Jesús, por tanto, no dice que los pobres serán bienaventurados porque se harán ricos: ésta no es la justicia que Él viene a traer. Seguiría siendo una justicia puramente humana, que cambiaría la suerte de todos, creando nuevos ricos, pero también nuevos pobres. No habría nada realmente nuevo.
Los pobres son bienaventurados porque el Reino les pertenece, es decir, porque pueden conocer a Dios.
Bienaventurados son, pues, aquellos a quienes la vida ha puesto en condiciones de experimentar a Dios.
Es la experiencia de que Dios da la vida, y de que sólo Él puede hacerlo. Bienaventurados aquellos a quienes la historia ha puesto en condiciones de comprender que cualquier otro lugar donde buscamos la vida revela tarde o temprano su rostro engañoso: la riqueza, la saciedad, la felicidad, el honor y la fama... No es que sean realidades negativas o pecaminosas. Son sencillamente incapaces de dar vida eterna, porque encierran al hombre en una condición en la que todo está ya presente, en la que no hay nada más que esperar ni tener esperanza.
Bienaventurado aquel que sabe que la vida es también otra cosa, y que espera esa otra de Dios, con confianza.
Esta toma de conciencia se produce a menudo a costa de una gran privación, de un gran sufrimiento.
Y el que sufre no es bienaventurado porque sufre, sino porque ese sufrimiento es una gran y preciosa escuela de verdad: la verdad de que no nos bastamos a nosotros mismos, de que no podemos solos, de que nuestras redes están vacías incluso después de una noche de trabajo, como vimos el domingo pasado (Lc 5,5).
Y ahí es donde el Señor desciende y se detiene.
+ Pierbattista
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano e inglés – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino