31 de julio de 2022
XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 12,13-21
En el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 12,13-21), un hombre se acerca a Jesús para pedirle que medie con su hermano para que la herencia de su padre se reparta a partes iguales.
Cuando responde, Jesús cambia su atención y va más allá, a lo esencial: el problema de la relación entre los dos hermanos no se resolverá cuando la herencia se reparta en partes iguales, sino cuando el corazón de cada uno se libere de la necesidad de poseer, y de poseer más. De lo contrario, la relación siempre se verá amenazada por la codicia y la avaricia, que nunca está satisfecha, que nunca tiene suficiente.
No es una enseñanza moral ser pobre, ser desprendido, dar a los demás, llevarse bien, ser bueno. Se trata de una cuestión de sentido, de entender qué es la vida, qué es la verdadera riqueza, qué da seguridad: podemos tenerlo todo, pero no por eso poseemos la vida: "Guardaos de toda avaricia, porque ni en medio de la abundancia, la vida del hombre no depende de lo que tiene" (Lc 12,15).
Para decir esto, Jesús utiliza una parábola, y se la cuenta a la multitud que lo rodea, no sólo al que lo desafió. Lo hace porque, evidentemente, es un problema que no concierne a una sola persona: nos concierne a cada uno de nosotros.
Hay un hombre rico que, además de serlo, tiene la suerte de tener una cosecha abundante.
También es un hombre hábil y astuto: se pregunta qué hacer para conservar esta riqueza.
Y hace lo que probablemente nosotros también habríamos hecho: construye espacios para reunirlo todo, acumula todo lo que tiene, para disfrutar de sus bienes.
Para Jesús, este hombre es un insensato: ¿por qué?
En el Salmo Responsorial hay una descripción del hombre sabio:
"Enséñanos la verdadera medida de nuestros días: que nuestro corazón entre en la sabiduría" (Sal 90,12).
El necio cuenta sus bienes y riquezas, mientras que el sabio es el que cuenta sus días, es decir, es consciente de que sus días son limitados, de que la vida es una vanidad. Es sabio quien conoce los límites, la pequeñez, su debilidad.
El que cuenta sus bienes, pero no cuenta sus días, es un necio, como el rico de la parábola, que, después de haber acumulado tantas riquezas, piensa que se ha liberado de los límites y ha ahuyentado la muerte: "Anima, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, disfruta de la vida". (Lc 12,19).
Pero es evidente que no es así: la muerte no desaparece, la muerte se supera.
Por el contrario, los que acumulan con la ilusión de mantenerla a raya, se acercan a ella: el hombre de la parábola ya ha terminado con su vida, sólo habla consigo mismo, saca los remos de la barca, no invierte en nada más. Para él, el tiempo se detiene, ya no es un hombre del camino.
Además, no es necesario acumular: esto a veces viene solo.
Unas líneas más adelante, Jesús se vuelve paradójico cuando, en el versiculo 33, dice que hay que dar, vender todo lo que se tiene para darlo como limosna, para encontrar la verdadera riqueza: éste es el espacio de la confianza y de la entrega, el lugar de la verdadera riqueza, que da la vida eterna.
Todo el Evangelio está atravesado por dos movimientos: el de los que guardan para sí (el rico malo, el joven rico, Judá...), y es siempre un movimiento de muerte. Y el movimiento de los que dan sin calcular (la viuda pobre, el pecador perdonado, Zaqueo...), es siempre un movimiento de vida.
Pero el primero en entrar en este movimiento es el propio Jesús: es el rico que se hace pobre, que se vacía a sí mismo (Fil 2), para dar todo lo que tiene. A este movimiento de vaciado le sigue la gloria de un nombre eterno, el nombre del "Señor" que ha vencido a la muerte.
Aquí es donde se recompone la verdadera fraternidad: no la que se contenta con la justicia, con repartir sus bienes por igual, como hubiera querido el hombre que se dirige a Jesús; sino la que hace del don gratuito el camino hacia una vida eterna, dada a todos.
+Pierbattista