Prot. (1) 2291/2025
A toda la Diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén
Queridísimos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os dé la paz!
En estos dos últimos años la guerra ha absorbido gran parte de nuestra atención y energía. Lamentablemente, es conocido por todos lo que ha sucedido en Gaza. Continuas masacres de civiles, hambre, desplazamientos repetidos, dificultades de acceso a hospitales y atención médica, falta de higiene, sin olvidar a quienes están detenidos contra su voluntad.
Sin embargo, por primera vez, las noticias hablan finalmente de un posible nuevo capítulo en la historia: la liberación de los rehenes israelíes, de algunos prisioneros palestinos y del cese de los bombardeos y de la ofensiva militar. Es un primer paso importante y largamente esperado. Nada está todavía del todo claro y definido, todavía hay muchas preguntas que esperan respuesta, mucho queda por definir, y no debemos hacernos ilusiones. Pero nos alegramos de que haya, de todos modos, que se vislumbre algo nuevo y positivo en el horizonte.
Esperamos el momento de celebrar por las familias de los rehenes, que finalmente podrán abrazar a sus seres queridos. Esperamos lo mismo también para las familias palestinas que podrán abrazar a quienes regresan de prisión. Nos alegramos, sobre todo, por el fin de las hostilidades, que esperamos no sea temporal, sino que traiga alivio a los habitantes de Gaza. Nos alegramos también por todos nosotros, porque el posible fin de esta horrible guerra, que realmente parece ya cercana, podrá finalmente marcar un nuevo comienzo para todos, no solo israelíes y palestinos, sino también para todo el mundo. Sin embargo, debemos mantener los pies en la tierra. Mucho queda aún por definir para dar a Gaza un futuro sereno. El cese de las hostilidades es solo el primer paso –necesario e indispensable– de un camino insidioso, en un contexto que sigue siendo problemático.
Tampoco debemos olvidar que la situación sigue deteriorándose también en Cisjordania. Los problemas cotidianos de todo tipo que nuestras comunidades se ven obligadas a afrontar, sobre todo en los pequeños pueblos, cada vez más cercados y ahogados por los ataques de los colonos, sin una defensa suficiente de las autoridades de seguridad.
En resumen, los problemas siguen siendo numerosos. El conflicto seguirá siendo parte integral de la vida personal y comunitaria de nuestra Iglesia durante mucho tiempo. En las decisiones que tomemos sobre nuestra vida, incluso las más banales, debemos tener siempre en cuenta la dinámica compleja y dolorosa que ha causado: si las fronteras están abiertas, si tenemos los permisos, si las carreteras estarán abiertas, si estaremos seguros.
Además, la falta de claridad sobre las perspectivas futuras, que aún están por definir, también contribuye a la sensación de desorientación y aumenta el sentimiento de desconfianza. Pero es precisamente aquí donde, como Iglesia, estamos llamados a pronunciar una palabra de esperanza, a tener el valor de crear una narrativa que abra horizontes, que construya en lugar de destruir, tanto en el lenguaje que usamos como en las acciones y gestos que llevaremos a cabo.
No estamos aquí para hacer pronunciamientos políticos ni para ofrecer una interpretación estratégica de los acontecimientos. El mundo ya está lleno de palabras similares, que rara vez cambian la realidad. Nos interesa, en cambio, una visión espiritual que nos ayude a permanecer firmes en el Evangelio. Esta guerra, de hecho, interpela nuestras conciencias y suscita reflexiones, no solo políticas sino también espirituales. La violencia desproporcionada a la que hemos asistido hasta ahora ha devastado no solo nuestro territorio, sino también el alma de muchas personas, en Tierra Santa y en el resto del mundo. La ira, el rencor, la desconfianza, pero también el odio y el desprecio dominan con demasiada frecuencia nuestros discursos y contaminan nuestros corazones. Las imágenes son devastadoras, nos conmueven y nos confrontan a lo que San Pablo llamó "el misterio de la iniquidad" (2Tes 2,7), que supera la comprensión de la mente humana. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al sufrimiento, pero no debe ser así. Cada vida perdida, cada herida infligida, cada hambre soportada sigue siendo un escándalo a los ojos de Dios.
El poder, la fuerza y la violencia se han convertido en el criterio principal sobre el que se basan los modelos políticos, culturales, económicos y, tal vez, incluso religiosos de nuestro tiempo. Hemos escuchado repetidamente en estos últimos meses que hay que usar la fuerza y solo la fuerza puede imponer las elecciones correctas. Solo con la fuerza se puede imponer la paz. Desafortunadamente, la historia no parece habernos enseñado mucho. Hemos visto en el pasado lo que produce la violencia y la fuerza. Por otro lado, sin embargo, en Tierra Santa y en el mundo, hemos presenciado y vemos cada vez más a menudo, la reacción indignada de la sociedad civil ante esta arrogante lógica de poder y fuerza. Las imágenes de Gaza han herido profundamente la conciencia común de derechos y dignidad que habitan en nuestro corazón.
Este tiempo también ha puesto a prueba nuestra fe. Incluso para un creyente, vivir con fe en estos tiempos difíciles no ha sido fácil. A veces percibimos dentro de nosotros, una fuerte distancia entre la crudeza de los dramáticos acontecimientos, por un lado, y la vida de fe y oración por el otro. Como si estuvieran alejados el uno del otro. Además, el uso de la religión, a menudo manipulada para justificar estas tragedias, no nos ayuda a abordar el dolor y el sufrimiento de las personas con un espíritu reconciliado. El odio profundo que nos invade, con sus consecuencias de muerte y dolor, constituye un desafío no menor para quienes ven en la vida del mundo y de las personas un reflejo de la presencia de Dios.
Solos, no lograremos comprender este misterio. Con nuestras propias fuerzas, no lograremos afrontar el misterio del mal y resistirlo. Por eso siento una llamada, cada vez más apremiante, a mantener la mirada fija en Jesús (cf. Heb 12,2). Solo así lograremos restablecer el orden en nuestro interior y mirar la realidad con ojos diferentes.
Y junto a Jesús, como comunidad cristiana, queremos recoger las muchas lágrimas de estos dos años: las lágrimas de quienes han perdido a familiares, amigos, asesinados o secuestrados, de quienes han perdido su hogar, trabajo, país, vida, víctimas inocentes de un ajuste de cuentas cuyo final aún no se vislumbra.
El conflicto y la rendición de cuentas han sido la narrativa dominante de estos últimos años, con la inevitable y dolorosa consecuencia de las tomas de posición. Como Iglesia, la rendición de cuentas no nos pertenece, ni como lógica ni como lenguaje. Jesús, nuestro maestro y Señor, hizo del amor que se hace don y perdón, su elección de vida. Sus heridas no son una incitación a la venganza, sino a la capacidad de sufrir por amor.
En estos tiempos dramáticos, nuestra Iglesia está llamada, con la mayor energía posible, a dar testimonio de su fe en la Pasión y Resurrección de Jesús. Nuestra decisión de permanecer, cuando todo nos llama a partir, no es un desafío sino permanecer en el amor. Nuestra denuncia no es una ofensa a las partes, sino la solicitud de atreverse a un camino distinto al de la confrontación. Nuestra muerte ocurrió bajo la cruz, no en un campo de batalla.
No sabemos si esta guerra realmente terminará, pero sabemos que el conflicto continuará, porque las causas profundas que lo alimentan aún necesitan ser abordadas. Incluso si la guerra terminara ahora, todo esto y mucho más constituiría una tragedia humana que requerirá mucho tiempo y mucha energía para restablecerse. El final de la guerra no marca necesariamente el comienzo de la paz. Pero es el primer paso indispensable para comenzar a construirla. Nos espera un largo camino para reconstruir la confianza entre nosotros, para dar concreción a la esperanza, para desintoxicarnos del odio de estos años. Pero nos comprometeremos en este sentido, junto a los muchos hombres y mujeres que aún creen que es posible imaginar un futuro diferente.
La tumba vacía de Cristo, ante la cual nuestro corazón ha permanecido en espera de la resurrección como nunca en estos dos años, nos asegura que el dolor no será para siempre, que la espera no será defraudada, que las lágrimas que riegan el desierto harán florecer el jardín de Pascua.
Como María Magdalena, ante ese mismo sepulcro, nosotros queremos seguir buscando, aunque sea a tientas. Queremos persistir en la búsqueda de caminos de justicia, de verdad, de reconciliación, y perdón: tarde o temprano, al final de ellos, encontraremos la paz del Resucitado. Y como ella, queremos impulsar a otros a recorrer estos caminos, para que nos ayuden en nuestra búsqueda. Cuando todo parece querer dividirnos, nosotros expresamos nuestra confianza en la comunidad, en el diálogo, en el encuentro, en la solidaridad que madura en caridad. Queremos seguir proclamando la Vida Eterna, más fuerte que la muerte, con nuevos gestos de apertura, de confianza, de esperanza. Sabemos que el mal y la muerte, por muy poderosos y presentes que estén en nosotros y a nuestro alrededor, no pueden eliminar ese sentimiento de humanidad que pervive en el corazón de cada uno de nosotros. Son muchas las personas que en Tierra Santa y en el mundo se están involucrando para mantener vivo este deseo de bien y se comprometen a apoyar a la Iglesia de Tierra Santa. Y les damos las gracias, teniéndoles presentes a todos ellos en nuestras oraciones. "Rodeados de tal multitud de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante, fijando la mirada en Jesús" (Heb. 12,1-2).
En este mes, dedicado a la Santísima Virgen, queremos orar por esto. Para custodiar y preservar de todo mal nuestro corazón y el de aquellos que desean el bien, la justicia y la verdad. Para tener el coraje de sembrar gérmenes de vida a pesar del dolor, para que nunca nos rindamos a la lógica de la exclusión y del rechazo del otro. Oremos por nuestras comunidades eclesiales, para que permanezcan unidas y firmes, por nuestros jóvenes, nuestras familias, nuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, por todos aquellos que se esfuerzan por llevar consuelo y alivio a quienes lo necesitan. Oremos por nuestros hermanos y hermanas en Gaza, quienes, a pesar de la violencia de la guerra que les castiga, continúan dando un valiente testimonio de la alegría de vivir.
Finalmente, nos unimos a la invitación del Papa León XIV que ha convocado para el sábado 11 de octubre una jornada de ayuno y oración por la paz. Invito a todas las comunidades parroquiales y religiosas a organizar libremente, para ese día, momentos de oración, como el rosario, la adoración eucarística, liturgias de la Palabra y otros momentos similares de convivencia.
Nos acercamos a la fiesta de la Patrona de nuestra Diócesis, la Reina de Palestina y de toda Tierra Santa. Con la esperanza de que en ese día podamos finalmente encontrarnos, renovamos a nuestra Patrona nuestras oraciones de intercesión por la paz.
¡Un fraterno deseo de bien para todos!
Jerusalén, 5 de octubre de 2025
†Pierbattista Card. Pizzaballa
Patriarca Latino de Jerusalén