9 de noviembre de 2025
Dedicación de la Basílica de Letrán
Jn 2, 13-22
El domingo pasado dijimos que el evangelista Juan relee cada realidad a partir de la resurrección del Señor, hasta el punto de utilizar nuevos términos para poder hablar de las diferentes realidades de la vida.
Todo cambia de signo cuando se mira con ojos resucitados.
En esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, la Liturgia nos recuerda esta misma perspectiva, que nos ofrece una lente a través de la cual interpretar el episodio de Jesús que entra en el templo y lo "purifica" (Jn 2,13-22).
Juan sitúa este episodio al comienzo de su Evangelio, después de las bodas en Caná donde Jesús transformó el agua en vino. En Caná, el primero de los signos, Jesús comienza a revelar su identidad como el Hijo enviado por el Padre para que todos tengan vida en abundancia. Desde ese momento, gradualmente, Jesús desvelará la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre.
Inmediatamente después del episodio de Caná, al acercarse la Pascua, Jesús sube a Jerusalén. Allí, en el Templo, realiza un gesto profético: encuentra gente que compra y vende animales para los sacrificios, encuentra a los cambistas, vuelca las mesas, y los echa a todos fuera (Jn 2,16). Afirma que la casa de su Padre ha sido transformada en un mercado (Jn 2,16).
Se trata de un gesto revelador y no de una simple condena de un culto corrompido y vaciado de su significado más íntimo y profundo. Jesús nunca se limita a condenar nada, si no es para revelar algo nuevo, que el Padre le ha sugerido.
Al igual que en Caná, también aquí Jesús quiere revelar que está comenzando un tiempo nuevo. Y que este tiempo es tan nuevo que se parece a una nueva creación. No un parche puesto sobre un vestido desgarrado, sino un nuevo comienzo, una nueva oportunidad de vida.
En la primera creación, que nos es narrada en los primeros capítulos del Génesis, leemos que cuando Dios crea, cada cosa viene a ocupar un lugar dentro de su designio. Dios crea llamando por nombre, dando a cada criatura una vocación. Y todo existe, subsiste en su propia vocación en la medida en que escucha, en la medida en que obedece al fin para el cual fue creado. Así es para cada realidad, para cada acontecimiento.
El Templo, por lo tanto, que estaba destinado a ser un lugar de encuentro entre Dios y el hombre, ha perdido su propósito, ya no obedece a su propia vocación. Los profetas del Antiguo Testamento ya lamentaban el deterioro de la vida en el Templo. En particular, el profeta Ezequiel. Y entonces, de alguna manera, Jesús dice que el Templo debe atravesar la muerte, la destrucción, para volver a ser lo que estaba destinado a ser. «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar» (Jn 2,19)
Lo que debe ser lo entienden los discípulos, que al ver lo que ocurre, inmediatamente recuerdan las Palabras de un Salmo: "El celo por tu casa me devorará" (Sal 69,10).
El salmo 69 es uno de los más citados en el Nuevo Testamento, porque describe al justo sufriente, que es rechazado, pero que permanece fiel: es un salmo mesiánico, que relee la historia de Jesús, su Pasión.
Describe al justo que arde de amor por Dios, que no falta a su propia vocación, que permanece obediente hasta ser "devorado" por el amor.
Pues bien, esta es la nueva creación. "Pero él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2,21). Es el cuerpo de Cristo, devorado por el amor, que pasa por la muerte pero que no es cautivo de ella. Y es la posibilidad, para todos, de pertenecer a este Cuerpo.
No solo de entrar en él como se entraba en el templo, sino de formar parte de él, de ser nosotros mismos, en Él, morada de Dios.
Incluso el templo, por lo tanto, debe ser visto con ojos resucitados.
Ya no es un templo de piedra, donde entrar para dar algo a Dios, para recuperar su favor.
Sino que es el Cuerpo resucitado del Señor, un lugar de libertad del cual somos miembros y en el que siempre podemos llamar a Dios como Padre.
+ Pierbattista
*Traducido por la Oficina de Prensa del Patriarcado Latino a partir del texto original en italiano

