5 de octubre de 2025
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 17, 5-10
El fragmento del Evangelio de hoy (Lc 17,5-10) se abre con una petición que los apóstoles hacen a Jesús para que aumente su fe: «Los apóstoles le dicen al Señor: "¡Auméntanos la fe!"» (Lc 17,5-6).
En este capítulo, Jesús trata algunos aspectos de la vida comunitaria, como el escándalo, la culpa y el perdón. La pregunta de los apóstoles nace dentro del escenario de esta comunidad real y concreta, que debe aprender a afrontar el mal que la habita: es la pregunta de quien percibe su propia fragilidad ante el mal del que hace repetidamente experiencia. El versículo 4 («Si tu hermano peca contra ti siete veces al día...») nos dice que la posibilidad entre hermanos de hacerse daño está lejos de ser una posibilidad remota: es una experiencia cotidiana.
Ante esta posibilidad, ante el mal, los apóstoles se sienten impotentes: no serán ellos, solos, quienes lo vencerán. El mal es como una morera, árbol del cual Jesús habla poco después (Lc 17,6). La mora era un árbol muy extendido en tiempos de Jesús, y tenía características particulares: sus raíces eran robustas y penetraban profundamente en el suelo, por lo que se consideraba un árbol longevo y difícil de arrancar. Así es el mal. Arrancarlo puede, a veces, parecer imposible.
Paradójicamente, ante esta imagen de fuerza y vigor, Jesús propone una imagen de pequeñez, la de un grano de mostaza (El Señor respondió: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a esta morera: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', y os obedecería» - Lc 17,6).
Esta no es una imagen ingenua. Los discípulos habían pedido una fe más grande, revelando así la lógica que también habitaba en sus corazones, esa lógica por la cual la fuerza puede ser aniquilada sólo con una fuerza aún mayor.
A los discípulos que piden una fe más grande, Jesús responde ofreciéndoles una de las cosas más pequeñas que se pueden ver a simple vista: un grano de mostaza. Porque así es la fe: cuanto más consciente es de su pequeñez, es decir, capaz de aceptar su propia pobreza y la de los demás, más viva y poderosa es. Cuanto menos confía en sus propias fuerzas, más se abre a la medida de la fuerza de Dios, de su amor.
Esta fe, pequeña y humilde, es en realidad capaz de cosas grandes, como cuentan los Evangelios cada vez que un hombre o una mujer se dirigen a Jesús con toda la confianza de la que son capaces. Entonces experimentan que en su interior obra la vida misma de Dios, su fuerza que sana y salva. La morera, tan difícil de arrancar, acaba en el mar, donde no podrá sobrevivir.
Pero la respuesta de Jesús va más allá. Continúa con la breve parábola del siervo inútil (17,7-10), es decir, de ese siervo que simplemente hace de siervo, sin tener ninguna expectativa sobre la gratitud de su amo.
Jesús continua con esta parábola con la misma enseñanza. La parábola del siervo, también, es una imagen de pequeñez. El siervo era considerado una persona inútil, invisible como un grano de mostaza.
Pero aquí tampoco se trata de crecer, de salir de esta pequeñez, de hacer valer los propios servicios, de actuar como un amo, de buscar gloria en todas partes.
No se trata de usar los propios servicios como mercancía para ser reconocidos y valorados.
Porque precisamente esta "inutilidad" es la verdadera fuerza, es el espacio donde madura la libertad de todo orgullo, de toda posible vanidad derivada de nuestros supuestos méritos.
La fe de los pequeños, de hecho, sabe que la gracia de Dios no depende de nuestras inestables actuaciones, sino de Su don gratuito, que transforma la vida cuando nos confiamos a Él con total y libre confianza.
El amor de Dios no es una recompensa, sino un don que nos precede, y es este don el que genera en nuestras vidas la libertad de servir y amar, y hacerlo con la ligereza de quien confía en Aquel que primero confió en nosotros, en lo que somos y en lo que aún podemos llegar a ser.
+ Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Prensa del Patriarcado Latino