HOMILÍA SANTA CLARA 2025
Monasterio de las Clarisas, 11 de agosto de 2025
Os 2, 14-15. 19-20; 2Cor 4, 6-10.16-18; Jn 15, 4-10
Queridos hermanos y hermanas,
Queridas hermanas pobres de Santa Clara,
¡Que el Señor os dé la paz!
Quisiera comenzar mi breve reflexión de hoy, con motivo de la solemnidad de la Madre Santa Clara, con el pasaje de la segunda lectura, tomado de la segunda carta a los Corintios de San Pablo.
Dios es luz. Y el hombre primordial fue creado y revestido de luz. Y esa luz brilló en el corazón del hombre. Nuestro corazón, sin embargo, es como un vaso de barro. Se rompe fácilmente. Y así fue cuando Adán pecó, desobedeciendo el mandato de Dios. Pero Cristo nos ha revestido nuevamente de luz, restaurando en nosotros la comunión original con Dios.
Contemplando Su rostro, contemplamos la gloria de Dios, experimentamos la salvación, la comunión. Ciertamente, seguimos siendo vasos de barro. Pero nuestro ser limitado y pecador ya no es una condena. Al contrario, en nuestra debilidad y pecado, se manifiesta la fuerza y grandeza de Dios. De hecho, precisamente en nuestro ser "vasos de barro", pequeños y pecadores, se manifiesta con claridad que "esta fuerza extraordinaria pertenece a Dios, y no a nosotros" (2Cor 4,7).
Pero, ¿de qué grandeza habla el apóstol? No hay nada grandioso, no vemos ningún "extraordinario poder" en la vida cristiana. Al contrario, entonces como ahora, cuando es auténtica, la vida cristiana se caracteriza por ser un elemento de mansedumbre, de pequeñez. El estilo de las bienaventuranzas evangélicas es lo que caracteriza la vida cristiana. Y en las bienaventuranzas no hay nada grandioso ni poderoso. La lógica cristiana es muy diferente de la lógica mundana de poder y fuerza. El mismo apóstol, en el pasaje de hoy, habla de tribulaciones y persecuciones, de una vida terrenal que se desmorona. Alude a las cosas visibles, al poder de la lógica mundana, que, sin embargo, carece de consistencia en el tiempo, y nos llama a contemplar lo que permanece para siempre, aunque invisible al ojo humano. No es algo grandioso y extraordinario según los criterios humanos, que podamos poseer y dominar.
A pesar de que somos "vasos de barro", cuando con nuestro estilo de vida custodiamos la vida y la dignidad del hombre, amando y perdonando, haciéndonos próximos; cuando somos capaces de compasión, es decir, de inclinarnos sobre las heridas de quienes nos rodean, para derramar sobre ellas el bálsamo de la misericordia de Dios, entonces se manifiesta al mundo la luz con la que Cristo nos ha revestido de nuevo, la "extraordinaria potencia de Dios". Es así como damos a conocer el verdadero rostro de Dios. La "extraordinaria potencia" de la que habla el Apóstol, por lo tanto, es la fuerza de la vida, del amor, del perdón, del deseo de bien, de la compasión. El mundo no nos amará ni nos comprenderá y hará todo lo posible por extinguir la luz divina que habitas en nosotros. Pero no debemos temer. No nos desanimemos. Como dice el Apóstol, "estamos atribulados, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no destruidos, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Cor 4,8-10).
Santa Clara de Asís, la pequeña planta de Francisco, encarnó este misterio. En un contexto de tribulaciones e incertidumbres políticas, de dominaciones y violencia, de pobreza y precariedad, supo resistir a las insistencias de quienes querían protegerla, dándoles refugio del peligro y seguridad económica. Insistió en decir: solo Cristo, solo el Evangelio. No necesitamos nada más. No necesitamos garantías humanas. Parafraseando el pasaje del Apóstol de hoy, era como si dijera: "No queremos mirar a las cosas visibles, terrenales y caducas, sino a las invisibles, eternas. Queremos contemplar el rostro de Cristo, ser revestidas de Su luz, y nada más". Y al hacerlo, realmente manifestó el rostro de Dios. Ciertamente no le fueron ahorrados los esfuerzos y los dolores. A través del corazón entregado y consagrado de Clara de Asís, Dios ha manifestado al mundo el poder de Su amor. Desde entonces hasta hoy, en el silencio y la contemplación, en la entrega confiada y la oración, Clara de Asís recuerda a la Iglesia y al mundo la necesidad de mirar a las cosas invisibles y eternas, y no replegarnos en consideraciones meramente terrenales.
También nosotros lo necesitamos hoy, aquí, en Tierra Santa. Replegados como estamos todos en nuestro dolor, en nuestros sufrimientos, en las injusticias que nos hieren, ya no somos capaces de contemplar nada más. Ya no logramos ver a quienes nos rodean y quizás tampoco logremos contemplar el rostro de Dios. Nuestro corazón está tan lleno de dolor que se vuelve incapaz de contemplar nada fuera de sí mismo. Y nos apresuramos a justificar esta incapacidad, porque nuestras heridas son increíblemente graves y profundas. Pero todo esto, por muy humanamente comprensible que sea, no puede detener nuestra caridad ni puede ser el origen de nuestras omisiones. Para un cristiano, nunca son los demás quienes nos rechazan, somos nosotros los que no nos atrevemos a desafiarlos con el amor que Cristo ha derramado en nuestros corazones.
Amor en el que estamos llamados a permanecer siempre, como nos recuerda el Evangelio. Es lo que nos sostiene, como el sarmiento a la vid. "Permanecer" es la palabra clave del Evangelio que hemos escuchado. La imagen que Jesús usa es la de la vid y los sarmientos, y es una imagen poderosa: estamos injertados en la vida de la Trinidad como un sarmiento está injertado en la vid. Como una sola savia, una sola vida fluye entre la vid y el sarmiento, así una sola savia, una sola vida circula entre Dios y nosotros. "Permanecer", por lo tanto, en este contexto significa vivir. Pero si en cambio no permanecemos dentro de esta circulación vital, si nos desprendemos, entonces el resultado solo puede ser la muerte. Puede que parezcamos vivos, como el sarmiento que durante un tiempo sigue viviendo incluso sin la savia, pero en realidad está muerto, y pronto se secará y se desechará, sin servir ya para nada.
La vida religiosa no es más que esto: hacer de la relación con Jesús el centro de la propia vida, una relación exclusiva, y permanecer en ella. En la sociedad y en la Iglesia de la época de Francisco y Clara de Asís, así como en la sociedad y en la Iglesia de nuestro tiempo, la vida religiosa tiene la misión de dar testimonio de que solo se puede vivir según el Evangelio, se puede decidir permanecer en la relación exclusiva con Cristo y ser feliz. Relación exclusiva, que excluya cualquier otra opción de vida, cualquier otra relación o proyecto que no esté en armonía con el Evangelio de Cristo.
¡Cuántas veces Clara de Asís habla de ver, de poner la mirada en el Misterio de Cristo y permanecer allí, con la mirada del corazón fija en Él! Este es el secreto de la perseverancia, del que Clara habla a menudo: mantener fija la mirada en lo que se ama, incluso cuando desaparece por un instante, para que la vida no se convierta en un esfuerzo, un voluntarismo (al que a menudo estamos tentados a reducir la fe cristiana), sino que sea permanecer en el amor.
Preguntémonos, entonces, en qué podemos poner hoy nuestra mirada, en este tiempo tan dramático. ¿A qué o a quién miramos? En estos tiempos turbulentos y llenos de tanta confusión social, política y también religiosa, tal vez estamos llamados a detenernos y a preguntarnos dónde se posa nuestra mirada en este tiempo, dónde descansa nuestro corazón, qué vida hemos elegido seguir, qué da sentido y color a nuestra vida. Clara, en su tiempo, no menos turbulento que el nuestro, supo responder con claridad y determinación, y aún hoy tiene hermanas que, siguiendo su ejemplo, nos indican cómo estar en este mundo nuestro turbulento: "Vuelvan la mirada a las cosas de arriba, no en las de la tierra" (Col 3,2). Esto no significa alejarnos de las cosas terrenales, sino ser capaces de dar a la realidad terrenal, a menudo hecha de dolor y fatiga, en la que estamos inmersos, el sabor de las cosas de arriba.
Pidamos, por intercesión de Clara, la gracia de permanecer en una vida de conversión, que mantenga nuestra mirada fija en el don que hemos recibido y en Aquel que nos lo ha dado, Cristo. Que también a nosotros se nos conceda saborear la dulzura escondida en las cosas de la vida, incluso dentro de las más amargas.
En alabanza de Cristo y de la Santa Madre Clara. Amén.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino