Homilía Asunción 2025
Abou Gosh, 15 de agosto de 2025
Ap 11,19; 12,1-6.10; 1Cor 15,20-26; Lc 1,39-56
Queridos hermanos y hermanas,
queridos todos,
¡Que el Señor os dé la paz!
Hoy celebramos dos momentos importantes: la solemnidad de la Asunción de María y el aniversario de la constitución, el 15 de agosto de 1425, de las Oblatas Olivetanas de María (hoy "Oblatas de Santa Francisca Romana"), que luego en julio de 1433 recibieron del Papa Eugenio IV el privilegio de llevar una vida religiosa regular.
Permítanme, por lo tanto, releer lo que estamos viviendo a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado. Quisiera detenerme primero en la lectura del Apocalipsis. Es un pasaje que nos ha acompañado y ha estado en el origen de nuestras reflexiones en varias ocasiones, en estos meses cargados de dolor. De hecho, ahora mismo, sentimos una gran necesidad de palabras verdaderas y significativas para nosotros. Precisamente el dolor de este tiempo no nos permite hacer discursos sobre la paz edulcorados y abstractos, y por lo tanto no creíbles, ni limitarnos a los análisis o denuncias recurrentes. Más bien se trata de permanecer como creyentes dentro de este drama, que no está destinado a terminar tan pronto.
El enorme dragón rojo con siete cabezas y diez diademas es una representación muy clara del poder del mal en el mundo, de Satanás, que tiene muchas cabezas y otras tantas diademas, símbolo precisamente de poder, y que arrastra a la tierra una tercera parte de las estrellas del cielo (Ap 12, 4), con una fuerza de destrucción extraordinaria. Me impresiona que de ese pasaje se deduzca claramente que el dragón, Satanás, nunca dejará de afirmarse y asolar el mundo, en particular "contra los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (Ap 12, 17). Todos desearíamos que el mal fuera derrotado lo antes posible, que desapareciera de nuestras vidas. Parafraseando un pasaje del Evangelio, desearíamos que la cizaña fuera arrancada del campo de trigo (cf. Mt 13,30), de la vida del mundo. Más no es así. Lo sabemos, pero debemos aprender una y otra vez a convivir con la dolorosa conciencia de que el poder del mal seguirá estando presente en la vida del mundo y en la nuestra. Solo con nuestras fuerzas humanas no podremos derrotar el enorme poder de ese dragón. Es un misterio, por duro y difícil que sea, que pertenece a nuestra realidad terrenal. No es resignación. Al contrario, es tomar conciencia de las dinámicas de la vida en el mundo, sin escapatoria de ningún tipo, pero también sin miedo, sin compartirlas, pero tampoco sin ocultarlas.
La solemnidad de hoy, sin embargo, también nos dice que existe alguien ante quien ese mal es impotente. El poder del dragón no puede prevalecer ante un nacimiento, ante una madre que da a luz, que genera vida. Sobre la semilla de la vida, fruto del amor, el dragón no puede prevalecer.
El pasaje añade que la mujer, imagen de la Iglesia, después de dar a luz al hijo varón que guiará las naciones con firmeza (Ap 12,5), encontró refugio en el desierto (Ap 12,6). Dios proveerá por ella en el desierto. En la Biblia, el desierto no es un lugar de ausencia, sino un lugar en el que Dios provee.
En nuestra experiencia actual, tan dura y difícil, Dios continúa proveyendo para nosotros, advirtiéndonos ante todo de la fuerza del mal, del poder mundano que en esta Tierra y en este tiempo parecen realmente prevalecer.
Todos deseamos que esta situación de guerra y sus consecuencias sobre la vida de nuestras comunidades termine lo antes posible, y debemos hacer todo lo posible para que esto suceda, pero no debemos hacernos ilusiones. El final de la guerra no marcará, sin embargo, el final de las hostilidades y del dolor que causarán. El deseo de venganza y la ira seguirán surgiendo de los corazones de muchos. El mal que parece gobernar el corazón de muchos, no cesará su actividad, sino que estará siempre presente, diría incluso de forma creativa. Durante mucho tiempo todavía tendremos que lidiar con las consecuencias causadas por esta guerra en la vida de las personas. Realmente parece que esta Tierra Santa nuestra, que custodia la más alta revelación y manifestación de Dios, es también el lugar de la más alta manifestación del poder de Satanás. Y quizás precisamente por esta misma razón, porque es el Lugar que custodia el corazón de la historia de la salvación, que se ha convertido también en el lugar en el que "el Antiguo Adversario" trata de imponerse más que en ningún otro lugar.
¿Qué hacer, entonces? Precisamente este mismo pasaje nos lo dice: en este nuestro mundo violento y dominado por tanto mal, nosotros, la Iglesia, nosotros, las comunidades de creyentes, estamos llamados a "dar a luz al hijo varón", es decir, a sembrar una semilla de vida en el mundo. En este contexto nuestro de muerte y destrucción, queremos seguir teniendo fe, confianza, comprometernos con las muchas personas que aquí todavía tienen el valor de desear el bien, y crear con ellas contextos de curación y de vida. El mal seguirá expresándose, pero nosotros seremos el lugar, la presencia que el dragón no puede vencer: una semilla de vida, sin duda. Viviremos en el desierto, no en la ciudad. Por lo tanto, no seremos el centro de la vida del mundo. No seguiremos la lógica que acompaña a la mayor parte de la vida de los poderosos. Probablemente seremos pocos, pero siempre diferentes, nunca alineados, y quizás por eso también nos convertiremos en molestos. Sin embargo, seremos el lugar donde Dios provee, un refugio custodiado por Dios. Mejor aún, estamos llamados a convertirnos en refugio para quienes quieran custodiar la semilla de la vida, en todas sus formas.
Sí, es cierto. Sabemos que tarde o temprano el dragón será vencido. Pero sabemos que ahora hay que perseverar, conscientes que el dragón seguirá devastando la historia. Y la sangre causada por todo este mal, la sangre "de los que mantienen el testimonio de Jesús" (12,17), y de cualquier otro inocente, no solo aquí en Tierra Santa, en Gaza ni en cualquier otra parte del mundo, no se olvida. No se desecha en algún rincón de la historia. Creemos, en cambio, que esa sangre fluye bajo el altar, mezclada con la sangre del Cordero, partícipe también en la obra de redención con la que estamos asociados. Allí debemos estar. Ese es nuestro lugar, nuestro refugio en el desierto.
La vida cristiana, en resumen, es una vida que trastoca los criterios del mundo. Lo vemos también en muchos santos y santas del pasado y del presente. Santa Francisca Romana, que siempre había querido consagrarse a Dios, también vio su vida trastocada. Contra su voluntad, tuvo que casarse. Luego dio a luz a varios hijos, que, sin embargo, le fueron arrebatados gradualmente. No le faltaron malentendidos con la noble familia a la que pertenecía, porque malgastaba su dinero con los pobres. En resumen, tuvo que soportar innumerables adversidades. Era como si incluso para ella Satanás quisiera obstaculizar su deseo de vivir para Dios. El diablo sabe cómo crear obstáculos. Pero nunca puede prevalecer por completo. De hecho, incluso Francesca Romana, a pesar de su dolor, pero siempre fiel a su deseo de dedicarse a Dios, el 15 de agosto de hace 600 años, logró su objetivo de consagrarse a Dios. Fue una mujer que, a pesar de los muchos obstáculos que continuamente le trastornaron los planes que ella hacía para su propia vida, cumplió la obra de Dios.
Cuando Dios entra en la historia, trastorna la vida de la gente. Como canta el Magnificat en el Evangelio: los que están en lo alto son humillados, los que están abajo son exaltados. Los ricos se vuelven pobres y los pobres se hacen ricos, y así sucesivamente. El mismo Señor, en primer lugar, transforma su propia situación. Con la Encarnación se pone del lado del hombre. Él, que es Dios, se hace hombre. Y transforma cada situación que encuentra en su camino, y lo hace hasta la Pascua, cuando incluso el reino de la muerte es derrocado. Dios obra de esta manera con todos, entra y transforma.
La Asunción de la Virgen María, que estamos celebrando, su participación plena, en cuerpo y alma, en la victoria de Cristo, es también un anticipo de nuestro destino como hijos de Dios, bautizados y redimidos por la sangre de Cristo. Ella, bienaventurada porque creyó, ha experimentado que en el final se anuncia el principio. El poder mortal del Dragón no tendrá la última palabra sobre la vida y la historia. Como María, también nosotros podemos cantar desde ahora, con fe y esperanza: "¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" (1Cor 15,55).
Al levantarnos hoy de la mesa eucarística, llevamos con nosotros la certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte, la convicción de que nuestra vida, por muy trastocada que esté por los dramáticos acontecimientos de hoy, es sin embargo el lugar en el que el dragón no prevalecerá, porque es una vida bañada en la sangre del Cordero, en el amor infinito de Dios.
Que la Santísima Virgen interceda por nosotros, para que esa semilla de vida, anticipo de la vida eterna que nos espera, se forme y se conserve siempre en nosotros. Amén.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino