26 de octubre de 2025
XXX Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Lc 18, 9-14
Una clave de lectura para entrar en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 18,9-14) nos viene de dos términos que giran en torno al tema de la justicia, y que encontramos al principio y al final del pasaje.
En el primer versículo, de hecho, vemos que Jesús aclara desde el principio quiénes son los destinatarios de la parábola que está a punto de contar: "Para algunos que tenían la íntima presunción de ser justos" (Lc 18,9).
En el último versículo, sin embargo, nos enteramos de que uno de los dos protagonistas de la parábola vuelve a su casa justificado, a diferencia del otro (Lc 18,9).
¿Qué significa, de qué justicia se trata? Podríamos decir que por justicia se entiende la justa relación que el hombre está llamado a tener con Dios y con sus hermanos.
Ahora, el pasaje presenta dos formas opuestas de pensar en cuál es la justa relación con Dios.
La primera es la del fariseo, que se considera justo porque lo hace todo bien, porque observa escrupulosamente la Ley: "Oh Dios, os doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana y pago el diezmo de todo lo que poseo" (Lc 18,11-12).
A diferencia de otros pasajes evangélicos, aquí el fariseo no es descrito como un hipócrita. Es sinceramente religioso, e incluso hace más de lo que prescribe la Ley. Así se siente bien, tiene la conciencia tranquila, incluso puede considerarse mejor que los demás.
El publicano, en cambio, no tiene nada de lo que pueda jactarse ante Dios, y es plenamente consciente de ser un pecador, no tiene ningún mérito que presentar al Señor.
Sin embargo, tiene algo que le abre la puerta a la misericordia, algo muy valioso y muy raro: es capaz de no justificarse.
Detengámonos un momento en esta actitud.
El publicano, al reconocer su propio pecado, no intenta explicarse ni defender su conducta. No minimiza sus errores, sino que se presenta ante Dios tal como es, sin máscaras. No busca excusas, no se compara, no se absuelve a sí mismo. Se limita a decir: "Oh Dios, ten piedad de mí, pecador", es decir, se presenta ante Dios con la verdad.
La verdad de quien reconoce que solo Dios es justo, y que Dios, en su justicia, acoge a todo hombre, incluso al pecador. En Dios, la misericordia y la justicia se necesitan mutuamente. Hacer justicia significa perdonar.
El publicano del evangelio sabe que es pecador, pero no teme que su pecado pueda ser un impedimento para encontrarse con el Señor, algo que deba mantener oculto, algo por lo que deba justificarse.
Esta actitud es realmente algo raro, porque intentar justificarse es la reacción espontánea que todos tenemos cuando cometemos un error. Así ha sido desde el primer pecado cometido por el hombre (Gen 3, 13), y así ha sido en la historia de la humanidad, hasta nuestros días.
Pues bien, en los relatos evangélicos vemos que son salvados y justificados todos aquellos que no se justifican a sí mismos, todos aquellos que se ponen totalmente en manos de Dios, confiando no en sus propios méritos, sino en su bondad y en su justicia, que es siempre una justicia misericordiosa.
Así es para la mujer pecadora, narrada en el capítulo 7 de Lucas. Así es en el caso del buen ladrón (Lc 23,39-43).
Así es para todos los humildes y los pobres, que son salvados no porque tengan méritos con los que ganarse la benevolencia de Dios.
Dios no nos pide que nos justifiquemos, porque Él mismo quiere hacerlo.
Él mismo quiere restablecer la justa relación con nosotros, que es la de los hijos que saben que necesitan al Padre, y que todo lo esperan de Él.
¿Y el fariseo?
Paradójicamente, su justicia se convierte en su condena.
Es su condena porque su agradecimiento no es una verdadera alabanza a Dios, sino una autoexaltación disfrazada de oración y porque, sobre todo, lo lleva a juzgar y despreciar a los demás.
La verdadera justicia, sin embargo, es una justa relación no solo con Dios, sino también con nuestros hermanos; es decir, una relación de misericordia recibida y, por lo tanto, compartida, la conciencia de entrar juntos a la fiesta de la gracia donde Dios da a todos, gratuitamente, su perdón. Lo da a todos aquellos que no se justifican a sí mismos.
+Pierbattista
*Traducido por la Oficina de Prensa del Patriarcado Latino a partir del texto original en italiano

