Homilía del Jueves Santo
Jerusalén, Santo Sepulcro, 17 de abril de 2025
Gen 22, 1-18; Ex 12, 1-14; Prov 9, 1-6. 10-11; Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15
Queridos hermanos y hermanas,
Obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas, fieles y peregrinos,
¡Que el Señor os dé la paz!
Hoy nos reunimos para la conmemoración anual de la Pascua de Cristo, aquí mismo, en el lugar donde se cumplió. En los misterios del Jueves Santo que celebramos, está todo anticipado y resumido. Aquí se nos revela el deseo más profundo de Jesús, la intención que le inspiró en los días de su Pasión, su modo de estar en el mundo para salvarlo.
En la medida de lo posible, junto con vosotros, quisiera que nos pusiéramos en su escuela, en la escuela del Cenáculo, para aprender de Jesús el estilo del discípulo, para intentar ser, en este mundo nuestro, instrumentos de salvación. Estoy convencido, en efecto, de que la misión de la Iglesia y de sus miembros, a pesar de la diversidad de ministerios y carismas, es fundamentalmente una y solo una: contribuir, con la gracia del Espíritu Santo, al encuentro salvífico de la humanidad con la Pascua de Cristo. En efecto, el sacramento del bautismo y de la ordenación nos han hecho colaboradores de Dios.
- Lo primero que aprendemos en el Cenáculo es la toma de conciencia. Llama la atención en los relatos de la Pasión que «Jesús sabe...» (cf. Jn 13,3; 18,4; 19,28). El Señor no se distrae, no se confunde, no es prisionero de una visión superficial o defectuosa de los acontecimientos. Conoce el pecado de los hombres, reconoce la hora de las tinieblas, es consciente del miedo y de la debilidad de los discípulos. Pero sabe también que el Padre está con Él; no se olvida del Reino, no se resigna a lo inevitable. Vive su hora con gran esperanza, que no es optimismo ingenuo, sino confianza profunda en que las tinieblas no pueden vencer a la luz.
Así me gustaría que viviéramos nuestro presente, tan oscuro y complicado. El mal del que somos testigos es real, el dolor de nuestro pueblo es profundo, la injusticia que nos oprime es pesada. Y no debemos tener reparos a la hora de reconocerlo y denunciarlo. Pero sabemos con Jesús que éstas no son las últimas palabras sobre la historia y la vida. En este jubileo de la esperanza, reconocemos con renovada certeza que Dios está con nosotros y abre caminos misteriosos en el desierto hacia el Reino que viene. Pido al Señor para mí y para vosotros, que el óleo de los catecúmenos despierte esta capacidad profética en nuestra Iglesia. No se trata de adivinar el futuro ni de alinearnos con las predicciones del mundo, que son rápidamente desmentidas. Se trata de situarnos en la realidad con esa visión «más» que nos viene de la confianza en Dios y de la esperanza del Reino.
- Lo segundo que se aprende en el Cenáculo es a levantarse, a decidirse: «Jesús, sabiendo... se levantó...» (Jn 13,3). Esta conciencia de Su voluntad inspirará las decisiones que tomará en la noche más dramática y dolorosa de Su vida terrena.
Aquella noche decidió lavar los pies a sus discípulos, instituir la Eucaristía, elegir de nuevo a los Apóstoles como sus amigos. Decidió abrir un camino hacia el futuro y abrirlo gracias a un don «más». Aquella tarde, el Maestro estableció una nueva alianza, que ya no consiste en la simple observancia de la ley, sino en el «más» de amor que se da.
Nuestro tiempo tiene hambre. Esta Tierra Santa nuestra tiene hambre. En algunas partes de nuestro país, la gente, literalmente, se muere de hambre, privada no sólo de dignidad, sino también del pan de cada día, del pan terrenal. Pero más aún, tenemos hambre del pan que hoy nos da Jesús, que es Él mismo que se ofrece por nuestra salvación. Hoy, tal vez, estemos más cansados y fatigados que nunca, quizá incluso decepcionados y heridos por tanto dolor y violencia, incapaces de mirar hacia adelante con confianza. Pero, ¿El pan terrenal, la justicia de los hombres, la lógica del poder, de ayer y de hoy, puede saciar nuestra hambre de libertad, de justicia y de dignidad? No es en esto en lo que se funda nuestra esperanza.
Creemos y hoy en esta solemne liturgia volvemos a afirmar que queremos edificar nuestra vida sobre la roca de Cristo, y hacer nuestra su invitación a seguirlo, a hacer nuestros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5; 1 Pe 4, 1). No nos basta el pan terrenal, necesitamos ese pan de vida, para que renueve en nosotros el deseo de vivir, nos dé la alegría de seguir sirviendo, ofreciendo, partiendo nuestra vida con amor, sin miedo. Tenemos hambre de justicia, es verdad. Pero no de la justicia de los hombres, que siempre falta, que siempre decepciona y que siempre nos dejará hambrientos. Anhelamos la justicia que brota del corazón de Jesús, del don que Él mismo hizo en la cruz, que es un exceso, un «más» de amor y de perdón. Porque es en el corazón de Cristo crucificado donde la justicia y el perdón se encuentran y se abrazan. No es en la obediencia a los hombres, sino en la obediencia confiada a Dios Padre, hasta la cruz, como Jesús nos preserva y nos da la verdadera libertad, la de hijos de Dios. Sólo con la justicia, sólo con la condena, nos quedamos anclados en el pasado y no construimos el futuro. Sólo el amor construye.
Esa justicia divina, hoy, necesita personas que, como Jesús, estén dispuestas a pagar en persona. Necesita nuestro corazón, nuestro don, nuestra capacidad de saber perderlo todo, incluso nuestra vida, para que el mundo conozca la verdadera vida, encuentre la verdadera justicia y el verdadero amor, la libertad de la lógica y del poder del hombre, que sólo tienen su fuente en Dios.
Por eso pido al Señor que el crisma, que nos constituye a todos como pueblo de la nueva alianza y nos hace, a los ministros ordenados, servidores de un amor mayor, recree en nosotros una nueva capacidad de amar y servir, de dar y perdonar, de labrar el desierto y hacer florecer de verdad la justicia del Reino.
- Lo tercero que aprendemos en el Cenáculo es a consolar. Aquella tarde Jesús decidió no reprender ni defenderse, sino acompañar y consolar a sus discípulos. El consuelo que ofrece el Señor a sus discípulos no es, ciertamente, una palmada en la espalda. Les promete el Espíritu; es decir, les asegura que Él siempre estará con nosotros. La ofensa y la injusticia, la traición y el abandono no destruirán su amistad. Consolar es decidir permanecer juntos, a pesar de todo. La Resurrección no es otra cosa que esta decisión finalmente victoriosa. La alegría pascual no es el final feliz de los cuentos de hadas; es la fidelidad del amor que perdura y vence así sobre el mal y la muerte. Los sacramentos que celebramos y recibimos nos hacen ministros de este consuelo. Incluso a mí, en estos años de sufrimiento, más que cosas, la gente me ha pedido cariño, cercanía, compañía, como intuyendo de que no es sólo pan lo que necesitan los que sufren, sino amor. Este tiempo nos pide una nueva capacidad de cercanía.
Por eso pido al Señor para mí y para vosotros que el óleo de los enfermos reconforte nuestras heridas, nos haga superar el miedo al mal y a la muerte, y nos anime a permanecer al lado de nuestro pueblo y en esta tierra nuestra con una fidelidad más fuerte que las dificultades.
Queridos hermanos i hermanas,
Pongámonos en la escuela del Cenáculo. Aprendamos y pidamos al Señor ese «más» de profecía, del don y del testimonio, que son los únicos que pueden dar esperanza a nuestra Iglesia y a la humanidad. Que el Cuerpo entregado y la Sangre derramada de nuestro Salvador nos hagan capaces de vivir y actuar siempre en esa caridad que vence a la muerte y permanece para siempre.
No permitamos que el miedo y la resignación frenen o detengan el avance del Evangelio en nuestra tierra. ¡Continuemos distribuyendo con alegría el pan de vida a todos! ¡Insistamos en construir relaciones fraternas y lazos de comunión entre nosotros y con todos! ¡No hay noche que el amor no pueda iluminar, no hay fracaso que la Cruz no pueda transformar, no hay herida que la Pascua no pueda transfigurar! Como dice el Apóstol: «Esta palabra es cierta: si morimos con Él, con Él también viviremos; si perduramos con Él, con Él también reinaremos» (2 Tim 2,11-12), y lo que hoy nos parecen signos del fin, ¡Se convertirán, por Su gracia y por la fe, en profecía de nuevos comienzos!.
¡Feliz Pascua, en la fe que todo lo cree, en la esperanza que todo lo ve, en el amor que todo lo da!
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino