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HOMILIA de S.B. el Cardenal Pizzaballa durante la liturgia de apertura del encuentro «Paz Audaz» de 2025

HOMILIA de S.B. el Cardenal Pizzaballa durante la liturgia de apertura del encuentro «Paz Audaz» de 2025

El Evangelio que hoy hemos escuchado nos habla de Dios, y de cómo estar y vivir en Su presencia. Nos habla de justicia. O, mejor dicho, nos enseña que es Dios quien justifica, quien hace justicia. Y lo hace perdonando, porque solo Su perdón puede hacernos dignos de estar ante Él, restableciendo así la alianza entre los hombres. La Palabra nos conduce al corazón del templo, allí donde se decide el destino del hombre ante Dios. Y nos pregunta: ¿Qué justicia buscamos? ¿Qué paz deseamos? 

Estamos pues en el templo, donde dos hombres suben para orar. Dos hombres, dos oraciones, dos corazones. Uno se presenta con el orgullo de quien se considera justo; el otro con la humildad de quien se reconoce pecador. 

El fariseo, aunque observa la Ley, no entra en relación con Dios. Alza la mirada, pero no mira a Dios: solo se ve a sí mismo. Habla de sí mismo, se compara con los demás, juzga. No se le describe como hipócrita: es sinceramente religioso, e incluso cumple más de lo que la Ley exige. Precisamente por esto se siente bien, con la conciencia tranquila, y se considera mejor que los demás. 

El publicano, en cambio, confía. Mantiene la mirada baja, pero Dios lo observa, a diferencia del fariseo. Reconoce su propio pecado sin justificarse, sin defender su conducta. No minimiza sus propios errores, sino que se presenta ante Dios tal como es, sin máscaras. No busca excusas, no se compara con los demás, no se absuelve a sí mismo. Simplemente dice: "Oh Dios, ten piedad de mí pecador", y así se presenta ante Dios en la verdad. La verdad de quien reconoce que solo Dios es justo, y que en Su justicia acoge a todo hombre, incluso al pecador. En Dios, misericordia y justicia son inseparables: hacer justicia significa perdonar. 

El publicano sabe que es pecador, pero no teme que su propio pecado sea un obstáculo para su encuentro con el Señor, algo que ocultar o justificar. No tiene nada que ofrecer excepto su propia miseria. Y es precisamente allí, en esa desnudez del alma, donde Dios lo encuentra y lo justifica. 

La actitud del fariseo es más extendida de lo que parece. Es la actitud de quienes confían en la fuerza, en la superioridad moral, en la presunción de tener razón. De quienes, en consecuencia, se arrogan el derecho de juzgar a los demás e interpretarlos a su antojo: "Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano" (Lc 18,11). Una actitud que puede anidarse no solo en el corazón de las personas, sino también en muchas instituciones, incluida la nuestra. Una actitud que, en lugar de construir relaciones con Dios y tejer vínculos justos con el hombre, levanta barreras, genera incomprensión, fomenta la violencia. ¡Cuánto sufrimiento se puede causar en nombre de la propia idea de justicia, impuesta y fuera de un contexto de respeto y escucha! 

Pienso, en este momento, en nuestra Tierra Santa. Un odio profundo y desgarrador nos ha invadido, creando divisiones entre los pueblos y dentro de los mismos pueblos. Las opiniones legítimamente diversas se transforman en juicios severos, que hieren profundamente las relaciones. Como el fariseo, también hoy muchos se erigen como jueces, convencidos de tener la razón. Pero el Evangelio nos recuerda que no es la fuerza de nuestro juicio lo que nos justifica, sino la verdad de nuestros corazones ante Dios. 

Domina la idea de que la fuerza es condición necesaria para construir la paz, que solo con las armas se pueda imponer una solución justa a los conflictos, que para hacer justicia sea necesario aniquilar al adversario. Sin embargo, hemos visto qué escombros materiales, humanos y espirituales ha producido todo esto. Nuestro tiempo parece marcado por conflictos, por heridas abiertas, por pueblos que se miran con recelo o temor. Cada uno está convencido de tener razón, que lo que ha hecho y continúa haciendo es legítimo, incluso necesario. Es un círculo vicioso difícil de romper. 

Por supuesto, también hay mucho dolor. Un sufrimiento auténtico, que merece respeto y ser escuchado, y que nadie tiene el derecho a minimizar. 

Pero este no es este el momento para análisis políticos o sociológicos. Estamos aquí para preguntarnos qué nos sugiere el Evangelio de hoy para nuestra reflexión, en este día dedicado al coraje de atreverse a hacer la paz. 

Jesús nos indica un modo distinto de presentarnos ante Dios y ante los hombres. Un modo que no proviene de la fuerza ni de la superioridad moral, sino de la verdad del corazón. Solo quienes se reconocen su fragilidad y su necesidad de misericordia, pueden convertirse en instrumentos de reconciliación. 

La paz se funda en la fe y en la conversión a Dios. En estar ante Él, como el publicano, no como el fariseo. Cuando reconocemos que sin Dios nada podemos hacer. Si, en cambio, construimos la convivencia humana únicamente sobre modelos exclusivamente humanos, sobre la idea de poder y de superioridad, entonces construimos sobre arena. Un edificio que, al final, se derrumbará. Cuando el hombre se hace dueño de sí mismo, termina por arruinarse. Cuando las instituciones, en lugar de servir a sus propias comunidades, se sienten superiores y autosuficientes, generan ruina. 

La paz no se construye con declaraciones, sino con corazones que se dejan tocar por Dios y por los demás. Corazones abiertos al deseo de verdad, capaces de confrontación, incluso dialéctica. Reconocer la propia debilidad permite a Dios actuar en nosotros. Cuando nos reconocemos necesitados de misericordia, permitimos también a los demás que nos la muestren. Y la misericordia es el fundamento de toda justicia, sobre la cual se puede edificar una paz sólida y verdadera. 

La paz no es simplemente una convención social, un armisticio, una tregua o la ausencia de guerra, fruto de esfuerzos diplomáticos o de equilibrios geopolíticos, por muy necesarios que sean. La paz es reconocer la verdad y la dignidad de todo ser humano, es saber ver el rostro de Dios en los demás. Cuando el rostro de los demás se disuelve, se desvanece también el rostro de Dios, y con él la posibilidad de una paz auténtica. Nadie es una isla: destruir el rostro de los demás significa disolver también el propio. 

Para construir la paz, debemos ser capaces de ver a los demás, pero también de cuestionar cómo los vemos, especialmente cuando se trata de los pobres y oprimidos. Esta es la misión de la Iglesia: dar a conocer al mundo la vida de aquellos a quienes muchos preferirían no ver ni encontrar, pero que existen, son reales, y esperan nuestra respuesta. 

La paz es fruto de justicia, de verdad, de misericordia. Es el rostro de Dios que se refleja en nuestros rostros, cuando nos dejamos reconciliar con Él y entre nosotros. 

Misericordia, justicia, verdad, paz: palabras centrales en la vida del mundo, pero que pueden parecer lejanas a la experiencia concreta de muchos pueblos. Palabras exigentes que, en Tierra Santa –de donde provengo– suscitan a veces incluso irritación. Porque aparecen como consignas, palabras vacías, muy alejadas de la realidad de aquellos que son aplastados por conflictos atávicos. 

Sin embargo, el testimonio de personas valientes –los publicanos de hoy– incluso en medio del drama de nuestro tiempo, ha devuelto concreción y verdad a estas palabras. Es el testimonio de quienes saben golpearse el pecho (Lc 18,13), reconocerse necesitados de misericordia y, por lo tanto, son capaces de ofrecerla; de inclinarse ante las heridas ajenas; de ver el rostro de Dios en los demás.  

Jóvenes que perdieron a gran parte de sus familias el 7 de octubre, y que hoy dedican su tiempo a ayudar a otras familias devastadas por aquel día. Otros que, bajo las bombas, ofrecen protección. Familias hambrientas que comparten lo poco que tienen con quienes lo han perdido todo. Jóvenes que arriesgan sus vidas para socorrer heridos y enfermos. Madres que se unen para cuidar a los niños que quedaron solos. Maestros sin escuela que no renuncian a buscar a sus alumnos para continuar instruyéndolos. Y muchos otros más. 

Necesitamos a estos testigos. Aquellos que, con humildad, se ponen al servicio de Dios y del hombre, incluso en medio de la devastación humana que hemos presenciado en los últimos meses. Hemos encontrado a muchos. Han sido, y siguen siendo, instrumentos indispensables de consuelo y esperanza para tanta gente. Serán ellos quienes reconstruyan nuevos modelos de convivencia a partir de las ruinas de este tiempo. 

No todo está perdido. Todavía hay personas justas capaces de impartir justicia divina, de traer perdón y consuelo, de reconocerse como hermanos y hermanas, hijos amados, y de comprometerse para custodiar la imagen de Dios en el mundo. Mientras los haya, seguirá siendo posible dar concreción a palabras como justicia, perdón, verdad y paz. Y creer que aún son posibles, incluso en Tierra Santa. 

Hoy le pedimos al Señor que nos dé un corazón nuevo. Un corazón capaz de llorar por el dolor del mundo, que no se cierre en el miedo, sino que se abra a la confianza. Un corazón que, como el del publicano, sepa decir: "Oh Dios, ten piedad de mí pecador", y desde allí volver a comenzar. 

Agradecemos a la Comunidad de San Egidio su incansable compromiso en construir puentes de paz, donde el mundo levanta muros. 

Solo los corazones reconciliados pueden reconciliarse. Solo los corazones justificados pueden justificar. Solo los corazones en paz pueden atreverse a buscar la paz.