Amadísimos hermanos y hermanas,
Deseo dar la bienvenida a todas nuestras parroquias de las distintas regiones de Palestina e Israel. Con vosotros, saludo a los numerosos peregrinos que se han unido hoy a nosotros en este hermoso día de celebración, oración y comunión. Fieles, religiosos, sacerdotes, obispos, cristianos de diferentes Iglesias, todos estamos unidos en la alegría en el nombre de Jesús, el más bello de los nombres, un nombre que nunca dejaremos de pronunciar y de celebrar.
Me alegra estar hoy con vosotros en esta hermosa experiencia eclesial. Aunque todos estemos un poco cansados físicamente al final de esta procesión, sin duda todos saldremos fortalecidos en nuestra fe y comunión. Porque la comunión en Cristo, la unidad de la comunidad, el sentido de que todos somos hermanos y hermanas en el nombre de Jesús, nos da fuerzas renovadas y nos calienta el corazón. Necesitamos esto. Necesitamos esas experiencias en las que la fuerza del Espíritu (cf. Rm 15,19) nos une y actúa en nosotros con poder.
Al regresar a vuestras casas, a vuestros hogares, dejando Jerusalén para volver a vuestros países de origen, comunicad a todos esta infusión de alegría y del Espíritu Santo que todos hemos recibido hoy aquí. Y decid también, como las mujeres del Evangelio: "Hemos visto al Señor" (Jn 20,25). Lo hemos visto en los ojos de esos hermanos y hermanas que no conocemos, pero que están unidos a nosotros en la alegría de la comunión en Jesucristo. Una vez más, debéis llevar este anuncio de amor, de libertad y de vida desde Jerusalén al mundo entero, como sucedió hace dos mil años.
Sí, Jerusalén, a pesar de todo, sigue siendo capaz de generar esta experiencia. No es sólo una ciudad de conflicto y división, de tensión política y religiosa, de posesión y exclusión. Es también un lugar de encuentro, de fe, de oración, de alegría, de comunión y de unidad. Hoy lo hemos experimentado.
Sí, sabemos que en las últimas semanas hemos sido testigos de muchos episodios de violencia en esta ciudad, incluso contra iglesias y símbolos cristianos. Pero no debemos tener miedo de los que quieren dividir, de los que quieren excluir o de los que quieren apoderarse del alma de esta ciudad santa. No lo conseguirán, porque la ciudad santa siempre ha sido y seguirá siendo casa de oración para todos los pueblos (Is 56,7) y nadie puede poseerla exclusivamente. Como sigo diciendo, pertenecemos a esta Ciudad Santa y nadie puede separarnos de nuestro amor por ella, como nadie puede separarnos del amor de Cristo (Rm 8,35).
A los que quieren dividir, responderemos con el deseo de construir la unidad. A los que expresan odio y desprecio, responderemos con el poder sanador del amor; a los que quieren excluir, responderemos buscando el encuentro y la acogida.
Nunca renunciaremos a nuestro amor por lo que esta ciudad representa: es el lugar de la muerte y resurrección de Cristo, el lugar de la reconciliación, de un amor que salva y trasciende las fronteras del dolor y la muerte. Es también nuestra misión como Iglesia de Jerusalén: construir, unir, derribar barreras, esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18), testimoniar con serena confianza una forma de vida libre de las ataduras de toda forma de miedo.
Por eso, en nuestro corazón, en el corazón de los cristianos de Jerusalén, no hay lugar para el odio y el resentimiento. No queremos odiar ni despreciar. El amor de Cristo que nos ha conquistado es más fuerte que todas las experiencias contrarias. Esta es y sigue siendo nuestra fuerza; a pesar de nuestras muchas limitaciones, este es y será siempre nuestro testimonio.
Por tanto, no nos desanimemos. No perdamos el ánimo. No perdamos la esperanza. No tengamos miedo, miremos al cielo con confianza y renovemos una vez más nuestro compromiso sincero y concreto por la paz y la unidad, con la firme confianza (cf. Hb 3,14) en la fuerza del amor de Cristo.
Pronto recibiremos la bendición con la reliquia de la cruz.
La cruz de Cristo es nuestro orgullo (Ga 6,14), es la medida del amor de Dios por nosotros. En estos días la llevaremos por las calles de la Ciudad Santa, y tras ella llevaremos nuestros trabajos y nuestras penas, nuestra soledad, pero también nuestro deseo de experimentar de nuevo el amor de Cristo. Que esta cruz nos acompañe siempre, que nos consuele en todas nuestras aflicciones (cf. 2Co 1,4), que ilumine nuestros caminos y nos abra al encuentro con el Resucitado. Amén.
¡Feliz Semana Santa a todos!
†Pierbattista Pizzaballa
Patriarca Latino de Jerusalén